En la primera lectura de hoy vemos la llegada de el pueblo de Israel a la tierra prometida. ¡Eso es un gran acontecimiento! ¿Cuál sería ese acontecimiento para nosotros que somos el nuevo pueblo de Israel? El desierto para el pueblo de Israel fue el camino cansado en el que no tenían más que el cuidado de Dios y el Maná. Nosotros, la Iglesia de Cristo, el nuevo pueblo de Israel aun no llegamos a la Tierra Prometida. Este mundo es el desierto para nuestras almas que no encuentran nada que las satisfaga. Nuestro Maná es el Pan de la Eucaristía donde encontramos el alimento del Amor infinito de Dios que no nos abandona. La Tierra prometida es la que está aún en las promesas del libro del Apocalipsis. El Cielo Nuevo y la Nueva Tierra que ambas estarán unidas en el Reino Eterno de nuestro Padre.
En el Evangelio tenemos a los dos hijos del Padre generoso. Ninguno de los dos llega a estar en comunión con los sentimientos del Padre. El que se supone que estaba con el padre sólo vivía odiando, criticando o tal vez envidiando al hijo que se fue y con pesar cumplía las cosas que tenia que hacer. Por obligación y no por amor y convicción. ¡Cuántos católicos hay en la misma posición del hijo mayor, juzgando y criticando a los “pecadores”. A fin de cuentas tenemos que convencernos que de entre los humanos no tenemos ningún enemigo. Los que se portan mal y rebeldes a Dios es porque están engañados por el verdadero enemigo de Dios y de nosotros. Nuestra verdadera misión como cristianos es arrojar la Luz de Dios a todas las almas y sacarlas del mundo para que también ellos reciban la Nueva Tierra y el Nuevo Cielo junto con todos los Hijos de Dios.